Nunca antes había sucedido nada parecido en el pueblo. Aquel primer domingo de abril quedó grabado para siempre en la memoria de todos los habitantes de Silencevile.
La gente del lugar se refiere a lo que pasó ese día como “el trágico incidente”, y durante muchas semanas fue el único tema de conversación. No sólo en el café de la Srta.Claudia, también en la barbería, en la pequeña tienda de comestibles de la esquina e, incluso, se hablaba de ello a todas horas en la gasolinera de las afueras aunque practicamente sólo paraban forasteros.
Yo hacía tres días que había llegado al pueblo y me alojaba en la pensión que el Sr.Carter regentaba desde hacía más de veinticinco años.
Dormía en una pequeña habitación. Nada sofisticado, pero era confortable, acogedora, y tenía todo el espacio que podía necesitar.
La revista Life me había enviado allí para hacer unas cuantas fotografias. Querían que captara la esencia del sur, eso me dijeron.
Desde mi habitación podía verse la calle principal del pueblo. Podías pasarte horas y horas observando a la gente pasear, a los niños corriendo arriba y abajo, dando puntapiés a una vieja pelota o detrás de algún pobre perro con la cola entre las piernas.
El aire era cálido. Tal y como me contó la Sra.Carter, era normal para aquella época del año que el calor llegase antes de lo previsto. Las noches eran más frescas, y tan silenciosas que me costó dormirme.
En Silenceville mandaba William Casidy. No era el alcalde ni el sheriff, pero era el hombre más rico del pueblo y de todo el condado. Decían las malas lenguas que había pasado su juventud de correccional en correccional, que era un hombre de mal carácter. Lo único que conocía de él era su casa. No es que me hubiese invitado, pero desde la habitación de la pensión podía verla, majestuosa, dominando el paisaje desde arriba de la colina. Solamente entraba y salía una persona: Petie Brown.
Petie era una chaval de ocho años, delgado y pobre como una rata. Era un chiquillo negro, huérfano de nacimiento. Su madre servía en casa de los Casidy desde pequeña, y la madre de esta y la madre de su madre también sirvió allí. Así que cuando dio a luz al pequeño Petie, al instante el recién nacido pasó a ser propiedad del dueño de la casa. No llegó a conocer nunca a su madre, murió dos horas después de parir, una señal inequívoca de que todo lo que vendría luego no serían más que desgracias.
Yo observaba como Petie bajaba a comprar al pueblo, como subía cargado con todo lo que el amo le había encargado. Iba arriba y abajo con cubos llenos de agua que sacaba de un pozo cercano a la casa, barría el porche, regaba las plantas, lavaba la ropa; todo lo que el Sr.Casidy le mandara hacer.
Ese sábado, dos días después de instalarme, el ambiente resultaba insoportable. Ni siquiera sabría explicar que era lo que, con tanta fuerza, llenaba el aire aquel día, pero no era nada bueno.
A primera hora, después de un buen desayuno y con mi dosis necesaria de cafeina en el cuerpo, salí a dar una vuelta. A estudiar el terreno, pasear, cotillear, buscar ese sitio, ese gesto, esa mirada especial que la revista buscaba y esperaba que yo captara. Pero cuando tan sólo había dado cuatro pasos, pude ver como Petie llegaba andando hacia mi. En cualquier otro momento no le habría hecho demasiado caso y habría seguido con mi paseo, pero la forma que tenía de moverse llamó mi atención.
Andaba con dificultad, con la cabeza gacha, mareado y con sus bracitos delgados y huesudos colgando a cada lado de su cuerpo, como muertos. Cuando estuvo más cerca pude ver que le sangraba la nariz y que llevaba los codos y las rodillas peladas, sucias y llenas de sangre.
Lo sujeté entre mis brazos, no podía más y se dejó caer cuando sintió el contacto de mis manos. No lloraba, no decía nada, solamente miraba como enloquecido con sus grandes ojos negros.
Una vez dentro de la pensión, la Sra.Carter se encargó del pequeño. Lo limpió y curó sus heridas, le dio ropa límpia y una buena taza de cacao.
Petie no dijo nada hasta que terminó, luego, con las manos en el regazo empezó a hablar.
La historia era aterradora pero, mucho o poco, todo el mundo la conocía, o al menos la imaginaba. El Sr.Casidy era un hombre malvado, sin escrúpulos y con la mano muy larga. Una mano larga y cobarde que no tenía problemas a la hora de darle una paliza a un niño tan pequeño.
Petie recibia golpes de su amo día sí y día también. Le gritaba e insultaba y le amenazaba con tirarlo al pozo en plena noche para que nadie pudiera ayudarle.
La gente lo sabía pero callaba. Tenían miedo y sabían que Casidy era demasiado influyente como para hacer nada a sus espaldas, Así, Petie se encontraba solo y desvalido, y como no conocía otra cosa lo aguantaba con resignación y fortaleza interior.
Todo volvió a la normalidad. Yo seguía con el corazón en un puño, no podía creer que nadie en el pueblo hicera nada para evitar aquellas brutales palizas. Me indignaba ver como todos seguían con sus cosas, sin levantar la cabeza ni hablar demasiado, sin atrevirse a abrir la boca. Petie enfiló en silencio el camino que subía a la colina y le perdí de vista.
La noche llegó silenciosa después de un atardecer bochornoso. La cena en la pensión transcurrió sin demasiados comentarios, todos teníamos lo mismo en la cabeza: al pequeño Petie. No quise ni sentarme en el porche a fumarme mi cigarrillo antes de irme a la cama. Subí a mi habitación directamente con la idea de repasar algunos apuntes que la revista me había preparado como guión a seguir a la hora de hacer las fotos para el reportaje.
Se oian truenos, parecía que la tormenta se acercaba y que caería un buen chaparrón durante la noche. Me dormí.
Me despertaron unas voces debajo de mi ventana. No lograba entender que decían, era un murmullo confuso, un batiburrillo de voces indescifrable.
Me vestí y mientras bajaba las escaleras pude oir a la Sra.Carter contar que el chico había estado allí mismo la pasada tarde, que se había tomado una taza de cacao y que después había vuelto a casa. Al llegar a la planta baja pude ver a la dueña hablando con un policía. Seguí andando, quería salir a la calle, saber que era lo que sucedía.
Fuera, las voces que desde mi habitación llegaban confusas, eran claras en ese momento: Casidy estaba muerto. Lo habían encontrado en la cama sobre un charco de sangre y con un cuchillo clavado al cuello.
Estuve a tiempo de ver como sacaban su cuerpo sin vida. Lo llevaban cubierto por una manta, pero podía verse un brazo que asomaba por debajo y colgaba sin vida de la litera. No podía acercarme más, el precinto de la policía lo decía bien claro: No traspasar. Pero yo no quería entrar a cotillear, yo sólo quería encontrar a Petie, ¿dónde se había metido ese muchacho? ¿Dónde andaba escondido?
Nunca nadie volvió a verle. Desapareció de la misma forma que las nubes y la lluvia de esa noche. Nadie en el pueblo abrió la boca, la policía no sacó nada en claro y el asesinato de Casidy terminó archivado en un cajón.
Yo me marché al cabo de un par de días, con las fotos del reportaje y con un nudo en el estómago que no me dejaba respirar.
Todos lo sabían, yo lo sabía. Petie había matado a Casidy y había huido para no volver jamás. Y ese domingo de abril fue recordado como el del “trágico incidente”; no en memoria del difunto, si no porla trágica pérdida de un niño inocente y desvalido, que nunca lo había tenido fácil y que merecía ser feliz.
Espero que así sea.
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