27.10.09

Transparente



Sara andaba como siempre, sola en el patio del colegio, sin amigos, sin necesidad de hablar con nadie; hasta que la voz de Ana, que era la única niña de clase que no le parecia una completa imbécil, le llamó la atención. Corrió hacia ella y cuando llegó lo primero que pudo ver fueron los ojos enrojecidos de Ana y unas pequeñas lágrimas, redonditas como ella, resbalándole mejilla abajo. No pronunció palabra pero con la mirada lo decía todo. Estaba aterrorizada por lo que pudiera pasar y le habían atado las manos a la espalda con una cuerda. Sara no pudo ver nada de todo eso hasta que fue demasiado tarde. De golpe, la atacaron por la espalda; entre dos la sujetaron y le ataron también las manos. No dijo nada, ni una sola palabra salió de su boca. Tampoco lloraba. Lo único que Ana pudo recordar más tarde, fue como su reflejo en los azules ojos de Sara, se iba diluyendo hasta que al final desapareció. Como si se lo tragara un remolino de agua, como un desagüe que acaba absorbiendolo todo y al final no queda nada. Sus ojos, antes azules, eran ahora transparentes.
Los niños reían como autómatas, no había ni rastro de sentimiento en sus carcajadas. Mientras dos las sujetaban por detras, un tercero empezó a quitarles la ropa de cintura para abajo. A Ana le quitaron la pequeña falda tejana y las braguitas, y fue entonces cuando arrancó a llorar. Gritaba para ser más exactos, miraba deseperada a Sara que ya tenia el vestido color granate subido. Ana, que no dejaba de llorar consiguió dejar de gritar; y fue gracias a Sara. No había abierto la boca y lo único que hacía era permanecer quieta, con la mirada fija en algún punto infinito. Con los ojos transparentes murmuraba palabras sin sentido, como un mantra sin fin, un rumor secreto e ininteligible. No pasaron más de cinco minutos hasta que la Srta.Aurora, que era la maestra de las niñas, llegó.
Al día siguiente faltaban tres niños en clase, Ana pensó que los habrían castigado, expulsado tal vez por unos días. Sólo Sara sabía la verdad: habían desaparecido para siempre y nadie pordría encontrarlos, nunca.


Illustración: Benjamin Lacombe