Yo hubiera deseado verme entrar enfurecida en la pequeña sala
del Café Boscán y pistola en mano buscar entre las mesas su rostro
ladeado hacia otro rostro.
Hablaba palabras húmedas, enmohecidas. Hubiera pegado a su frente
el cañón de la pistola y, tan sublime como siempre fue, aún me daría
las gracias por haberle proporcionado el frescor del hierro en los
últimos momentos de su vida. Los gavilanes de medianoche
se levantaron, sobrecogidos, de las mesas. En mitad del fox se oyó un disparo y al encenderse las luces me vieron a mí, besando la sangre que cruzaba el rostro de la sombra. Tenía un sabor agridulce y al despertar de mi sueño lo contaba. Porque aunque pensé muchas veces en hacerlo, yo nunca iba a dejarme sufrir tanto. Por eso cada noche, al acostarme, me concentraba en el suceso para soñarlo. Al despertar, por la mañana, me pesaba en los labios la sangre espesa de la sombra.
Ana María Moix
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