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La angustia arrancaba de cuajo cualquier posibilidad de sentirse bien. Los problemas se amontonaban ordenadamente dentro de su cabeza al mismo tiempo que sus impulsos quedaban reducidos a cenizas que tarde o temprano se llevaría el viento. Quería gritar, quería llorar y patalear, quería mandarlo todo a la mierda, lejos, muy lejos, para no volver a sentirse así nunca más. Sabia que su mente le jugaba malas pasadas, que por la mañana estaba alerta, atenta, dispuesta y capaz, y que por la noche todo se volvía llanto, todo veneno, todo desesperación.
La oscuridad nos envuelve de tal manera que no somos capaces ni de encontrar un pequeño hilo de luz, ni siquiera un punto que nos guie.