Urgían los besos, su piel lloraba en silencio, desconsolada, sedienta, dolorida por cada poro abandonado. Su piel morena se marchitaba a cada sollozo y sin embargo se mantenía alerta, atenta a cualquier roce que la quisera rescatar. También su ansia andaba desesperada, cansada de tanto agitarse acompañada de cada latido de su corazón, golpeándose mutuamente hasta el hastío. Agotados sus pechos y su cuello, y su vientre y sus manos. Agotados de tanto silencio y de tanta ausencia, aburridos en su monotonía. Sus labios buscaban donde apoyarse y sólo encontraban el vacío que los enmudecía, un vacío que cortaba como el filo de una navaja. Secos ya los ojos, se rindió cansada de esperar y se dejó caer. Fue un golpe seco, tan sólo un sonido sordo al tocar el suelo y allí se quedó. Muerta.
Una suave brisa acarició sus mejillas. No quería abrir los ojos, temía estar soñando y se dejó llevar por las sensaciones, por los sentidos. Besó sus parpados, secó sus lagrimas, lamió su cuello y mordió sus pechos. Se coló tan adentro que su alma gritó como nunca había gritado; nunca nadie había oido nada igual. Por su boca abierta huyó la muerte que habitaba en el pozo, el manto negro que todo lo cubría y entonces abrió los ojos otra vez.